24.3.10

Perdedor

¡Que dura vida la del perdedor! Acostumbrado a estar siempre rendido ante las exigencias del guión de su propia vida Julián estaba condenado a una existencia en penumbra, avanzando poco a poco por un camino empedrado y árido que algunos llamaban porvenir, para él, mero estar en un existir que ni comprendía, ni quería comprender. Toda una vida dedicada a hacer malabarismos con el poco dinero que tenía entre timbas de póquer y partidillas entre amigotes, que se convertían en verdaderas ratas cuando tenían pelas por delante, pero también toda una vida como alma en pena, perdiendo una vez tras otra honra, sustento y sobre todo, dignidad.

La primera aparición en escena de la suerte acontecía al comprobar como nuestro protagonista, despistado, pisaba un sobre caído en el suelo, un sobre repleto de puentecitos, un sobre repleto de dinero, demasiado dinero. La inicial sonrisa de sorpresa, se convirtió en sonrisa de promesa, puesto que se prometió a si mismo que aquella noche sería el rey del gran casino, ese al que soñaba ir desde que la ludopatía recorría cada centímetro de su cuerpo.

Por dentro se sentía un simple aldeano, más inferior que los otros extraños habitantes del casino, pero por fuera, parecía un león que se los iba a comer a todos, más si cabe, a aquella exuberante rubia “cazafortunas”. Partida tras otra, el parné en su caja de fichas aumentaba, y juego tras juego el felino que parecía se comía al diminuto campesino que se encontraba dentro de él. Nunca pensó que podría aburrirse de ganar, pero tanto y tan seguido ganó que sentía que aquel casino se le estaba quedando pequeño, incluso Mónaco para él, sería un simple parchís entre abuelitas. El león había devorado y digerido por completo al aldeano, y con él, a toda la humildad que le quedaba. Serpenteando debido al güisqui, con el cuerpo y el alma con exceso de adrenalina y con la cabeza altiva traspasó las doradas puertas del local dirigiéndose hacia su deplorable piso. “Tengo que dar la razón a aquella pelirroja, ¡Soy el mejor¡ nadie puede tener tanta suerte como yo, nunca un humano ha podido ser tan afortunado, ni siquiera Dios tuvo tanta suerte, esto me convierte en más que él, alguien tocado de verdad por una estrella, una estrella que me ha hecho invencible, no siempre pensé que podría hacer lo que quisiera, pero ésto me ha demostrado con creces que si, que soy invulnerable, inmune, imbatible ¡No se más sinónimos! Pero me da igual, puedo hacer lo que quiera, esa providencia me protegerá de cualquier cosa, ya he retado a la suerte, a la cuál he dado una fuerte paliza, y la he dejado sin un duro, Ja, maldita suerte, pensaba que podría ganarme. ¿Alguien más? ¡Nadie! ¿Quién se atreve a retarme?”

En ese momento, una baldosa mal puesta de la calle lo hizo tropezar y caer al suelo donde pasó de ser un hombre medio cabal a un ente perdido entre destellos de locura. Tirado en el pavimento, y sintiéndose retado pensó que la gravedad le había echado el guante y quería pelea, y él, no iba a negársela. Caminó unos metros más hasta llegar a su edificio, doce pisos más azotea sería suficiente ventaja para la incrédula de la gravedad. Subió rápido, no fuera a pensar que se estaba rajando, y sin ni siquiera sacar del bolsillo el sobre del dinero, aumentado considerablemente desde su encuentro se lanzó decidido al vacío. Los primeros cinco segundos sonreía altivo, seguro de que su suerte acudiría a salvarlo. A los diez sintió que todo era una locura, que cuando la suerte le había sonreído, no había sido capaz de devolverle la mueca. A los quince, su cuerpo choco contra la acera.

Nadie, durante el trajín posterior a ello, reparó en un abultado sobre que yacía escondido entre dos coches unos metros más adelante. Un sobre que, pronto y fatídicamente, volvería a ser encontrado.

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